Portilla, abogado con especialización en derecho laboral, ha logrado lo que pocos: convertirse en aspirante a la Alcaldía sin más experiencia en el sector público que un par de contratos fugaces —uno en la Contraloría de Bucaramanga en 2018 y otro, cortesía política, en la Superintendencia de Vigilancia durante el gobierno Petro— antes de aterrizar en la administración de Jaime Andrés Beltrán.
En menos de una semana, el candidato dejó en claro que su proyecto político no es más que un préstamo de nombre. Su fugaz renuncia inicial, acompañada de una carta donde hablaba de “responsabilidad, coherencia y honestidad”, quedó ahora convertida en un documento que contradice su propio regreso. Volvió, sí, pero dejando claro que esas tres palabras son más decorativas que convicciones.
Por eso, su reaparición no genera entusiasmo sino carcajadas mezcladas con indignación. Portilla, que no logró conectar ni con su propio barrio, pretende ahora vender una nueva versión de sí mismo, mientras los ciudadanos recuerdan perfectamente el reflejo del desastre que dejó ver durante su paso por la administración anterior. No es casual que muchos lo describan como un candidato con hilos visibles y titiriteros conocidos.
Su campaña, lejos de las calles y los barrios, parece diseñada para los templos y salones cerrados: reuniones con feligreses, contratistas y líderes religiosos que aún creen poder capitalizar la fe en votos. Difícil imaginar al concejal Cristian Reyes tocando puertas en barrios populares para promoverlo, o a David Cavanzo convenciendo empresarios de apostarle a quien ya perdió la confianza de muchos.
Tampoco se vislumbra a figuras como “Chumi” Castañeda, ocupado en la campaña de su hija, desperdiciando su capital político en una candidatura sin norte. Ni al presidente de la Asamblea, Hugo Cardozo, repitiendo discursos mesiánicos. Menos aún a Edwin Vargas o Gustavo Ardila entonando villancicos para levantar a un candidato que ni siquiera inspira a su propio entorno.
La inscripción de Portilla no solo representa una burla para Bucaramanga, sino la confirmación de que su campaña es otro pacto de conveniencia entre quienes, paradójicamente, dicen querer acabar con la politiquería.
Por eso, en estas elecciones, más que creer en mesías reciclados o aspirantes de temporada, lo sensato sería votar por quien prometa contarnos, con nombres propios, quién se robó la chatarra en Bucaramanga.